Después de ganar varios concursos de arquería,
el joven y jactancioso campeón
retó a un maestro Zen
que era reconocido por su destreza como arquero.
El joven demostró una notable técnica cuando
le dió al ojo de un lejano toro en el primer intento,
y luego partió esa flecha con el segundo tiro.
"Ahí está", le dijo el viejo,
"¡a ver si puedes igualar eso!".
Inmutable, el maestro no desenfundo su arco,
pero invitó al joven arquero a que lo siguiera hacia la montaña.
Curioso sobre las intenciones del viejo,
el campeón lo siguió hacia lo alto de la montaña
hasta que llegaron a un profundo abismo
atravesado por un frágil y tembloroso tronco.
Parado con calma en el medio del inestable
y ciertamente peligroso puente,
el viejo eligió como blanco un lejano árbol,
desenfundó su arco,
y disparó un tiro limpio y directo.
"Ahora es tu turno",
dijo mientras se paraba graciosamente en tierra firme.
Contemplando con terror el abismo
aparentemente sin fondo,
el joven no pudo obligarse a subir al tronco,
y menos a hacer el tiro.
"Tienes mucha habilidad con el arco",
dijo el maestro,
"pero tienes poca habilidad con la mente
que te hace errar el tiro".